Relato finalista del VIII Concurso de Relatos Tierra Vacía sobre la mujer rural, La Fresneda (Matarranya, Aragón). Autores: Javier Martínez Aznar y Javier García Lapiedra.
El sol aparece por encima del Turbón cuando Marta sale del gallinero con la prisa habitual de los miércoles, día de cocer el pan. Deja los huevos en casa, se lava las manos y desciende los escalones de piedra hasta la planta baja. Dentro de la cocina hay un pequeño y antiguo obrador al que atiza la leña. Pone la olla en el fogón y pasa el trapo a la mesa, sobre la que coloca un cuenco con levadura y otro con sal rosa del Himalaya. Está casi a oscuras, apenas una bombilla de sesenta y el fuego donde hierve el agua, no necesita más.
Para sumar ingresos Marta cuece pan de distintas variedades todos los miércoles y al día siguiente los vende en el mercado de Barbastro. Allí se encuentra cada semana con una clienta que, los años y la naturalidad, han convertido en su mejor amiga:
—¿Que te echa? ¿Cómo que te echa, nina? De esta gente que lo hace todo en negro no te puedes fiar —le había dicho Berta el jueves anterior.
—Sí que puede. El contrato fue para diez años y han pasado quince —aclaró Marta.
—Mira que pagarle el alquiler durante tantos años en B… Ya hace dos años que don Primitivo murió y el hijo es de otra pasta. ¡No tiene derecho!
Marta llegó al pueblo tres lustros antes. El alcalde de entonces, había publicado un anuncio en el que buscaba una familia con hijos para mantener la escuela abierta. Tras un divorcio traumático, Marta aceptó marcharse de Valencia creyendo que el ambiente rural beneficiaría la educación de sus hijos, entonces tres niños. Se asentó en Llert, en una de las casas del alcalde, por un alquiler testimonial y el encargo de mantener en marcha aquel bar en la planta baja, de ingresos escasos, pero esencial para la vecindad según don Primitivo.
La llegada de Marta y sus hijos había permitido que las partidas de guiñote siguieran celebrándose todos los días a cambio de cuatro cafés y dos vinos y se organizara un baile en el local los sábados por la noche después de cenar. También, el funcionamiento del colegio durante unos años, suficientes para que las nietas del alcalde alcanzaran la edad de ir a estudiar a la capital. Ahora todo está cambiando, Marta presiente que los retos del pasado vuelven a su vida para volteársela una vez más.
«No tiene derecho». Marta ha dado comienzo al ritual de los miércoles con esas tres palabras de Berta rondándole el alma desde la semana pasada. Ha dispuesto los moldes en el extremo más próximo al horno, notando el frío del acero inoxidable en la punta de los dedos, últimamente esa frialdad le hace pensar en el futuro. Después de colocar cuatro boles en paralelo para cada una de las harinas vuelca la blanca de trigo Aragón 03 en el mayor, se pinza la nariz para no estornudar y, reprimido el reflejo, procede con la integral de la misma variedad. En los dos más pequeños y alejados, el trigo sarraceno y el kamut. Una vez el agua ha hervido, disuelve la levadura, vierte la mezcla sobre la harina blanca, esparce pizcas de sal entre el vapor como si la bendijera y transmite el peso del cuerpo a las manos, comenzando a amasar. Estira y arrolla —¿tiene o no tiene derecho?—, estira y arrolla.
—Te pillo con las manos en la masa, ¿eh, Forana? —La voz de Segismundo interrumpe sus cavilaciones sin avisar. «Este se cree que todo el pueblo es suyo».
—Un día me vas a matar del susto —responde Marta con un gesto de fastidio que el casero no alcanza a ver—. Qué te trae por aquí, no me dirás que a estas alturas quieres pan ecológico.
—No, ya sabes lo que quiero. Vas a tener que mirate otro forno y otra casa. —Le suelta sin preámbulos, gesticulando con los brazos, señalando las vigas del techo y las sombras del bar—. Este casilizio será un hotel rural y eso d’allí atrás un restaurán.
—¿Y qué pasa conmigo y con la palabra de tu padre?
—Este mes no cal que me lo pagues, Forana, es todo lo que puedo hacer. Ahora l’alcalde soy yo y tamién el responsable de la casa, ya te dije que quería montar un negocio, llenar esto de turistas que son quienes dan perretas, los que traen prosperidad a los llugars. Los inversores no esperan. Está decidido y tú, avisada; estoy en mi derecho, tienes un mes pa mirate otro sitio —Segismundo echa un vistazo a aquellos boles en formación negando con la cabeza y sin decir adiós cruza el bar atropellando a una silla antes de llegar a la calle.
Marta escucha el quejido de la silla con los ojos cerrados y el alma zarandeada tras las palabras del alcalde: «estoy en mi derecho». Se afana en la mezcla. Estira y arrolla. La estira y arrolla con ímpetu como si esta tuviera la culpa, como si amasara las palabras de Berta con las del alcalde, los derechos de unos con los de otros, y lo hace hipotecando las pocas fuerzas que le quedan para volver a empezar: «tienes un mes».

Con las tres primeras hornadas envueltas ya para la venta sobre la barra del bar, comparte almuerzo con las personas más cercanas desde que se estableció en el pueblo, mientras en el horno crece la última tanda de pan: Berta ha venido desde Barbastro, tras su llamada, y Ahmed, alguacil del pueblo, ha interrumpido la poda en cuanto ha recibido el recado. Están solos en el bar, a media mañana no suele pasarse nadie y Marta les ha ofrecido pan de kamut recién horneado y una Nocilla con dátiles, cacao, aceite de coco y anacardos, que ha preparado mientras los esperaba. Según comentan la combinación está para chuparse los dedos:
—¡Qué bien huele, nina! Esta Nocilla no deja de sorprenderme cada vez que la pruebo —dice Berta.
Por encima del moño de su amiga, Marta está contemplando las mesas y sillas donde normalmente atiende a los vecinos del pueblo, hoy esos muebles le parecen lo que son: reliquias del siglo pasado.
»¡Nina, despierta que estás encantada!
—Y pensar que cuando vine tan apenas cocinaba. Con tiempo y ganas cualquiera aprende —dice Marta, tras interrumpir sus recuerdos.
—¡Esa es la actitud, mujer! —le anima Berta.
—¿Tan mal me ves? Supongo que motivos tienes, porque en cuanto el Segis me eche de aquí, estas me quedarán —dice abriendo las manos—. Ni casa, ni trabajo. Y ahora no tengo la edad de antes, a ver a dónde voy yo con cincuenta y pico. Cuando vinimos, hace quince años, se nos abrió esta puerta y otra se nos habría abierto de haberlo necesitado, pero ahora quién va a contratar a una señora que le queda nada y menos para la jubilación. Y es normal, hasta los jóvenes tienen que irse de los pueblos. Mirad si no mis hijos o las hijas del Segismundo. Ya están en la universidad y no volverán, os lo digo yo, como mucho algún fin de semana en verano, aquí no hay oportunidades ni entretenimiento, de qué habría de servirles lo que han estudiado.
—Bueno, esto pasa aquí en pueblo y en otros, no voy a negar, pero también pueblos donde los jóvenes después de ir a ciudad o viajar por mundo, vuelven con todo lo aprendido para ponerlo en prácticum en pueblos, porque valoran bueno de vivir en ambiente rural —dice Ahmed, pasándose la servilleta por los labios.
—Puede ser, a mí me encanta vivir aquí y se me agarrota el alma solo de pensar en volver a la ciudad; sus prisas, sus humos, sus ruidos…; sus comidas tan poco saludables. Yo no cambio estos almuerzos, ni por eso, ni por todo lo bueno que también pueda tener la ciudad, nada puede compararse a la alegría de cosechar los huevos de mis gallinas cada amanecer, ni a las cosas que he aprendido a hacer con las manos en estos años, ¿por qué? —se pregunta golpeándose un par de veces la frente—, porque he tenido tiempo para pensar, para madurar como persona. En Valencia esto hubiera sido imposible a la sombra de tantas cosas. ¡Todo esto es fruto de la creatividad! —Señala el pote con la Nocilla sobrante, las acuarelas en la pared trasera por encima de la barra de roble y las hornadas de pan listas para venderse—. Son casi como mis otros hijos.
—A mí me parece una canallada que te eche a pesar de la palabra que te dio su padre, en paz descanse; además, los alquileres con los esquiadores por aquí van a ponerse por las nubes —dice Berta.
—«Podrás seguir siempre que cumplas, entre vecinos los pactos son desde la confianza», eso me dijo don Primitivo cuando llegamos y lo que decía iba a misa.
—Una pena grande que hijo de él no rispete pactos —dice el alguacil.
—Tú siempre has cumplido, Marta, con el bar y con el alquiler, que aunque sean cuatro chavos tendría que declararlos. Que Hacienda somos todas. Lo mismo hace con los campos, conozco al perito que le rellena los cuadernos y siempre me dice que el Segismundo es un auténtico trapalas —señala Berta.
—Volviendo tema: Marta, si no quieres dejar casa de tú, hay opción —Berta levanta las cejas, mientras la anfitriona suspira y les pregunta si quieren café—. Casa es terreno rústico —continúa Ahmed cortando el aire con los dedos para señalarle que tomará un cortado—, es decir, construcción ilegal, como serán apartamintos y restaurante que Segismundo quiere. Además, cosa a favor, promotora con la que habla alcalde es la misma que quiere construir pista de esquí. En cuanto vean problema, voilà. Interesa pista de esquí, es negocio gordo, terrenos para hotel hay en muchas partis. Si tú dispuesta, con buen abogado, ganas.
—¡Lo sabía! —grita Berta, palmeando la mesa de la que saltan unas cuantas migas ecológicas—, un trapalas.
—Yo también lo sé —habla Marta arrastrando la voz—. Hace años pedí una copia en el Registro para una beca del mayor y el terreno aparecía como rústico. Se lo comenté a mi ex, que como sabéis es abogado, y me dijo que si en algún momento hiciese falta, con una buena negociación lo teníamos casi ganado. Pero una cosa es que el Segis quiera aprovecharse de la circunstancia, saltándose a la torera la promesa de su padre, y otra muy diferente, que yo meta abogados por medio, juicios y demás. Al fin y al cabo, los terrenos son suyos…
—Sí, pero es que está jugando con tu futuro, Marta. —Berta no aguanta más e interrumpe en esos reparos que le suenan a las correrías de don Quijote—. ¡¿Es que no lo ves?!
Las palabras de su amiga aún cortan el aire cuando Marta se levanta a comprobar cómo va el pan y preparar los cafés.
La puerta del bar se abre y el cartero le entrega un certificado después de hacerle firmar el acuse de recibo.
—Es del Juzgado de Boltaña: «Juicio el día cinco de diciembre» —lee Marta alzando la voz con una mirada afilada en la cara—: «el propietario don Segismundo Alierta Grasa», «inquilina doña Marta Vicente Chover», «orden de desahucio», «VEINTICUATRO MENSUALIDADES ADEUDADAS»…
—¡Será cabrón! ¿Te das cuenta, nina?